«El don» de la cultura: el pensamiento crítico a través de un cómic

Isaac Sánchez, EL DOИ, Dolmen Ed., 2020

Nadie sabe cómo empezó, ni de dónde surgió. Y sin embargo, está pasando. La sociedad se enfrenta a una nueva enfermedad, una plaga que dota a los infectados de habilidades sobrehumanas.

El don (contraportada)

El don, como se suele llamar irónicamente, es una enfermedad de características muy diversas que otorga a sus portadores ciertos poderes especiales. Todos ellos tienen algo en común: la enfermedad consume su vida, poco a poco los va matando y es más peligrosa cuanto más utilizan sus habilidades. La historia, narrada en forma de cómic, mueve al lector, casi dando tumbos, por un mundo a la vez extraño y familiar.

La historia se centra en sus dos protagonistas, Edu y Patri, una pareja humilde de Alcorcón que observa cómo su vida cambia radicalmente gracias al don. A través de ellos y otros personajes, Isaac Sánchez nos muestra la percepción social del don, el modo en que reaccionan ante él las instituciones sanitarias y gubernamentales, y como viven aquellos que lo padecen, los «donados».

La temática pandémica tiene una relación casual con la situación vivida este último año con el virus SARS-CoV-2. Y es muy importante destacar esta casualidad, ya que el autor había ideado su historia y comenzado a desarrollarla antes de la llegada de esta pandemia. La obra, además, no aborda en especial los típicos temas pandémicos, sino una temática propia del género de superhéroes llevado en este caso a una interpretación vírica o pandémica del hecho de tener superpoderes. Más aún, no es tanto una obra acerca de un virus ni de lo suprahumano, sino especialmente acerca de la excepcionalidad y la originalidad.

Los personajes que contraen el don adquieren habilidades extraordinarias que otros sólo pueden soñar, pero a la vez perciben su condición como una especie de condena o tortura, como un mal que sólo desean curar. A su alrededor, la gente los mira con miedo y recelo, temiendo que puedan contagiar esa excepcionalidad. El virus hace a cada persona tan extraordinaria que no existe una única enfermedad o poder que se extienda de unos a otros, y de este modo hay muchos «dones» con nombres científicos diversos. Los donados pueden ser emopsíquicos, fibrokinéticos, morfoadyacentes, hipotérmicos, y un sinnúmero de otras posibilidades, dependiendo de su habilidad especial. Pero usar estas habilidades es peligroso y va acortando poco a poco sus vidas.

Algunos dones son más llevaderos y algunas personas tienen más capacidad para controlarlos que otras, pero esto no cambia la percepción general y el trato que se les da a aquellos que lo poseen. Independientemente de su condición particular, tener el don es sinónimo de un riesgo para la salud pública y para todos aquellos que haya alrededor. La única excepción parece ser el donado «Sol de Mayo», un agente del gobierno que se dedica a perseguir a los donados que infringen la ley, y que misteriosamente parece tener acceso a algún tipo de cura o paliativo que mantiene su salud.

Un aspecto fundamental de esta historia reside en que nadie sabe a ciencia cierta de dónde procede el don, quién fue el primer contagiado, ni cómo se contrae. A lo largo del cómic hay tres interludios en los que se nos cuenta tres diferentes teorías acerca de su origen, cada cual más delirante. La primera (escrita por Isaac Sánchez e ilustrada por Cristina Charneco) propone una interpretación científica, según la cual un investigador fue infectado por la exposición a alguna sustancia nociva; la segunda (escrita por Mérida Miranda e ilustrada por Julia Madrigal) propone una interpretación religiosa, según la cual «el don» no es más que un castigo demoníaco; la tercera (escrita por Isaac Sánchez e ilustrada por Sara Jotabé) propone un origen extraterrestre e incluye múltiples teorías pseudocientíficas y conspirativas.

El argumento principal tiene una importante vertiente reflexiva, y el hecho de que me interese hacer esta reseña tiene mucho que ver con ello. Además de crear una obra entretenida y de gran calidad artística, Isaac Sánchez propone una historia que nos permite plantear ciertas reflexiones acerca del hecho cultural, de las capacidades humanas y la percepción social y política de la excepcionalidad o genialidad. Aborda igualmente cómo los conflictos que derivan de ello son más agudos e insondables cuando afectan a las clases sociales más bajas. Pero no se limita a esto. Lejos de ser una obra que en sí misma aporte una respuesta o una visión específica, plantea un escenario en el que diversos factores, interpretaciones y respuestas se entremezclan, como en la vida misma, frente a quien reflexiona sobre los tópicos más cotidianos.

Por tales motivos, resulta una excelente introducción a la reflexión, especialmente para aquellos que no están acostumbrados a la filosofía académica. Por mi parte, encuentro muy difícil recomendar libros de introducción a la filosofía, incluso en formato de cómic o novela gráfica, cuando tienen la pretensión de enseñar filosofía o «enseñar a pensar» mediante la repetición de las teorías de pensadores históricos. Pensar no es algo que otros puedan enseñarnos tal como se enseña qué es una pera o cómo se dibuja un coche. Pensar, y en especial pensar reflexivamente, es una actividad que se aprende a partir de las cosas más sencillas de la vida, y especialmente aquellas en las que la reflexión brilla por su ausencia o resulta muy incierta, y uno siente la inquietud de buscar una mejor respuesta.

Por eso esta obra, que narra una historia sencilla pero muy sugerente, plagada de conflictos cotidianos y no tan cotidianos, y llena de simbolismo, es un recurso más valioso que cualquier libro de pedagogía filosófica. No son pocas las estrategias adoptadas por profesores (entre ellos los de filosofía) que optan por juegos y recursos visuales a partir de los cuales establecer diálogos entre sus alumnos y alumnas. Muestra de ello son los planes de filosofía para niños y para adolescentes. Y si bien «El don» no es una obra fácil de utilizar en este sentido, ni apta para un público infantil, sí permite que encaucemos diversas perspectivas muy sugerentes para el público no especializado desde ámbitos como la filosofía de la cultura, la estética (o filosofía del arte) y la ética, a través del trabajo de un gran artista comprometido con la calidad, la expresividad y la reflexividad de sus obras.

El don de un bípedo implume

El animal que se convirtió en el primer hombre habitaba, al parecer, en los árboles […]. Como habitaba en los árboles, vivía sobre terrenos pantanosos en que abundaban enfermedades epidémicas. Vamos a imaginar -sólo estoy contando un mito- que esta especie enfermó de malaria, o de otra cosa, pero no llegó a morir. La especie quedo intoxicada, y esta intoxicación trajo consigo una hipertrofia de los órganos cerebrales. Esta hipertrofia acarreó, a su vez, una hiperfunción cerebral, y en ello radica todo. […] este animal que se convirtió en el primer hombre, ha encontrado súbitamente una enorme riqueza de figuras imaginarias en sí mismo. Estaba, naturalmente, loco, lleno de fantasía, como no la había tenido ningún animal antes que él, y esto significa que frente al mundo circundante era el único que encontró, en sí. un mundo interior. Tiene un interior, un dentro, lo que otros animales no pueden tener en absoluto.

José Ortega y Gasset, «El mito del hombre allende la técnica», 1951

La idea principal de «El don» no debería ser desconocida para quien haya estudiado a este filósofo español. Para Ortega y Gasset, la cultura, y especialmente la capacidad imaginativa y creativa humana, es una especie de enfermedad. Y lo es por dos motivos: (1) porque todo cambio en las especies se debe a algún tipo de mutación o cambio (promovido interna o externamente) que inicialmente puede ser observado como algo nocivo o peligroso, aunque finalmente triunfe en el desarrollo evolutivo; y (2) porque la cultura tiene una faceta potencialmente destructiva, que nos convertiría a la larga en animales tan tecnificados, tan dedicados al artificio y a la creación de un mundo nuevo, que apartaría de nosotros las fuentes vitales de nuestra existencia, nuestra naturaleza, hasta asfixiarnos.

El temor hacia esta faceta de la cultura es el punto central del argumento de «El don», donde la excepcionalidad se manifiesta como un riesgo para la salud propia y ajena. Igual que el artista deseoso de dedicarse a su vocación tiene que enfrentarse al terrible reto de sobrevivir a partir de su trabajo, aquellos que han sido infectados con el don tienen que elegir entre renunciar a usarlo (incluso ocultando ante los demás que lo poseen) o aprovechar la maravillosa habilidad que les ofrece a cambio de no poder llevar una vida típica ni cómoda, sino completamente dominada por su propia excepcionalidad.

Podemos preguntarnos, por lo tanto, qué tipo de vida es más adecuada para estos extraños animales enfermos, estos bípedos implumes (como definía Platón a los humanos), que tienen una extraña habilidad creativa. ¿Debemos potenciar la excepcionalidad, o ahogarla entre las convenciones más típicas? ¿Qué papel juega la cultura dentro de un mundo que se nos presenta brutal, repetitivo y hostil hacia la vocación individual?

La pregunta acerca de la cultura en algunas ocasiones ha traspasado las fronteras del debate filosófico más riguroso hasta alcanzar la especulación y la creencia irracional. Por eso también es destacable que el autor de «El don» incluya tres diferentes explicaciones sobre su origen. Al igual que las explicaciones acerca de la capacidad intelectiva y creativa humana, hay varios tipos de teorías especulativas. La primera pretende ser más científica y centrarse en sucesos cotidianos y posibilidades contrastables. Es, de hecho, un tipo de explicación muy cercano al mito que propone Ortega y Gasset. Pero, en realidad, las tres son especulaciones de muy dudosa demostración, al igual que todas las teorías acerca del origen de la cultura humana, las cuales carecen de sustento arqueológico suficiente para afirmar algo tan preciso y tan poco perdurable materialmente.

Incluso podemos ir más allá en estas tres explicaciones para darnos cuenta de que son, en realidad, diferentes modos de pensamiento creativo humano. Y el más creativo de todos es, precisamente, el más increíble; lo cual, sin duda, no hace más que plantear muchas más preguntas que merecen ser dialogadas.

El don y el genio

Desde la reflexión estética, la premisa de «El don» nos conduce rápidamente a la noción del genio definida por Immanuel Kant en su Crítica del discernimiento. Para el autor prusiano, un genio es aquél que es capaz de crear una nueva norma estética, es decir, que su habilidad creativa no se ve limitada estrictamente por los modelos artísticos y culturales preexistentes. De modo semejante, los infectados por el don son capaces de realizar acciones que superan lo que consideramos que un humano normal puede (y debe) hacer.

Isaac Sánchez propone en su obra que las habilidades excepcionales son a menudo entendidas como una desviación peligrosa y que la sociedad pone todo su empeño en limitarlas. De hecho, en su historia este peligro está representado como una condición natural de los donados.

En cierto modo, es lo que nos sucede cuando contraemos el don. El cuerpo percibe que algo no está como debería, que nuestros genes pecaron de ambición. Por eso se combate a sí mismo.

El don (p. 175)

Es inevitable que lo que aquí se presenta como una condición natural se lea, también, como una construcción social. Al mismo tiempo, nos percatamos de que todo lo que se sabe acerca de qué es el don, cuál es su origen y cómo se transmite está marcado por varias creencias y supersticiones, y en especial por los temores y el pánico social.

La lectura de «El don» nos proporciona un suelo fértil de situaciones y conflictos desde los cuales plantearnos preguntas acerca de esta cuestión: ¿Qué significa ser un genio? ¿Es posible vivir en sociedad y a la vez satisfacer una vocación excepcional? ¿Quién puede permitirse realmente brillar y destacar?

Todavía en nuestros días, la excentricidad artística (el simple hecho de salirse de los caminos marcados, extra-viarse, o evadirse de ellos erráticamente) se observa como una especie de locura o demencia (del latín de-mentia, salirse de la propia mente o actuar fuera de la razón) antes que como una experimentación original y valiosa. No son pocos los filósofos que, sobre todo a partir del romanticismo, han defendido la importancia de la originalidad y la genialidad, que son fruto de un desarrollo personal (que los alemanes denominaron Bildung, es decir, una construcción de la propia cultura).

Más allá de esto también cabe la pregunta de cómo se adquiere, o se contrae, la genialidad. ¿Es una capacidad innata, como una especie de talento intransferible, o una habilidad adquirida? Muchos artistas, incluso los más creativos, surgen de la práctica y el esfuerzo, aunque sin duda su capacidad natural les dé alguna ventaja. En cualquier caso, nadie nace sabiendo hacer algo, sino que siempre lo aprende ya le cueste más o menos esfuerzo. Por ello, el don puede entenderse también de este modo: como una metáfora sobre las habilidades excepcionales que podemos adquirir pero que es necesario practicar (aunque nos conduzcan por caminos difíciles), y que casi siempre han sido aprendidas (o contagiadas) gracias a otros. En este equilibrio entre la capacidad innata y la habilidad aprendida se nos abre un sugerente campo para descubrir cómo podemos mejorarnos a nosotros mismos por medio del hábito, que es realmente la cuestión fundacional de la ética.

El don de la autonomía

Las reflexiones éticas siempre atraviesan cualquier relato e historia, y por eso la ficción se emplea tan a menudo como método para elaborar dilemas y debates. Toda historia suele ser buena en este sentido para uno u otro tema, y «El don» no es una excepción. Mantiene, de hecho, una relación especial con la bioética a través del diagnóstico de los dones, cuya relación con la medicalización de la vida denunciada con gran rigor por Jörg Blech resulta bastante evidente. Al no haber un conocimiento estricto de la enfermedad, la medicina se aplica como un paliativo para controlar el comportamiento de los pacientes y no para proporcionarles una cura.

Pero tal vez el principal problema ético identificable en «El don» es la autonomía, es decir, la posibilidad de decidir por uno mismo. Entre los cuatro principios bioéticos fundamentales, los conflictos más típicos se dan precisamente por éste: la autonomía del paciente. Respetar la autonomía y no caer en el paternalismo médico es un tema perenne de la bioética. Pero la autonomía también es la condición básica para desarrollar cualquier ética, pues es la base de toda elección y responsabilidad.

Los personajes que deciden utilizar sus dones y aquellos que reniegan del paternalismo y la medicalización de sus vidas, están reclamando precisamente su autonomía; su autonomía para decidir sobre sus cuerpos y sobre sus vidas, sobre cómo enfrentarse al mundo por muy crudo y difícil que se les presente.

Cuando uno pasa por lo mío, se replantea muchas cosas. Le da uno vueltas. Incluso toma decisiones. Y he decidido no volver a responder ante un encargado, un jefe o un puto rey. Nunca más me dirá nadie lo que he de hacer. Nunca.

El don (p. 67)

El conflicto surge entre la defensa de la salud pública y la defensa de la autonomía, y adopta un matiz destacado si consideramos la metáfora inherente al don. Con él, Isaac Sánchez convierte la excepcionalidad en un elemento de fábula que mata literalmente a las personas. Pero si reflexionamos sobre la relación de esta historia con la realidad observamos enseguida el aspecto metafórico de la misma: el don es nocivo para la salud del mismo modo que la vocación lo es para las costumbres sociales. Si uno pudiera sentarse, como el artista de Kouroo, a tallar un bastón sin importarle el tiempo, el arte no tendría limitación alguna. Quien tiene el genio, el don, la vocación, o como lo denominemos, siente ese impulso de seguir el ritmo de su propio tambor (usando la metáfora de Thoreau); pero al mismo tiempo no puede evitar asumir las limitaciones de su naturaleza y su sociedad, de su tiempo y sus recursos.

En este contraste sucede el debate acerca de la autonomía. Defender la propia vocación implica renunciar a ser útil en el sentido social del término. Los actores sociales raramente admiten esa inutilidad como algo valioso, como sí han querido defender algunos pensadores y artistas orgullosos de su inutilidad. Pero cabe preguntarnos si la autonomía y la vocación son realmente inútiles, o si tienen por el contrario una utilidad valiosa. Todas las creaciones culturales son, en cierto sentido, un final de camino, el culmen de todo el esfuerzo de una sociedad canalizado en la labor de sus científicos y sus artistas. Son un final, pero no un final intrascendente. A diferencia del trabajo cotidiano, la cultura sólo es valiosa cuando aporta algo diferente, algo nuevo y perdurable; una obra capaz de sorprender incluso a los que mejor conocen su área. Tal superación requiere un esfuerzo y una dedicación que no todo el mundo puede permitirse. Pero ¿puede lograrse una excelencia de este tipo sin un gran esfuerzo que comprometa en cada momento todas nuestras capacidades hasta su límite?

Sin duda toda esta discusión puede conducirnos a múltiples respuestas, dependientes siempre de las características y las circunstancias individuales. Y en ello radica la importancia de la autonomía: cuando uno se dedica por completo a su vocación, llega a ser consciente de su responsabilidad, de su compromiso para dar lo mejor de sí mismo; y es a la vez un don y un castigo. Es el don de la cultura.

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